Es una de las preguntas que todo amante aficionado del vino se hace: ¿cómo distinguir un buen vino? Descubrirlo pasar por conocer algunos aspectos. Por ser capaz de identificar ciertas características que denotan que se está ante un gran vino.
Para distinguir un buen vino de uno malo no es necesario ser todo un entendido en la materia. Más allá de la experiencia de los peritos vinícolas, la base de la cata radicará en el gusto de cada uno. Una percepción subjetiva que conformará la impresión final del caldo que se degusta.
Además, es importante apreciar la calidad. Una que está marcada por la proporción y el equilibrio de sus componentes así como por otros matices fáciles de identificar, como mantenerse alejado de cierto regusto a vinagre y, sobre todo, ser ejemplo de un cuidado proceso de elaboración.
Si reúne ciertas características es más que probable que se esté ante un producto singular, de excelencia garantizada.
Un vino joven es distinto de un reserva, y eso no quiere decir que sea peor. Sin embargo, para distinguir una producción de calidad, tan sólo deben tenerse unas nociones básicas que garantizarán que, lo que se está paladeando, responderá a las expectativas que se tiene de él.
El cuidado de las uvas al crecer en el viñedo y en su recolección, marcan un origen importante. No todo el mundo es consciente de lo que aporta el tipo de barrica en el que se dejó crecer, si hubo crianza o no, o el sabor que transmite el tipo de madera que compartió sus matices al envejecer y reposar en ella. La base reside en los sentidos con los que se deguste la bebida en copa.
Como pautas genéricas es posible afirmar que un blanco debe tener una fuerte acidez, ser afrutado y dejar cierto frescor en boca. En cambio, en los tintos no debe notarse esa acidez característica de los blancos; gozar de más fuerza e intensidad y nunca imprimir aromas rancios o mohosos.
El color debe corresponderse siempre con el tipo de vino que se quiere consumir. Un tinto que ha pasado mucho tiempo en barrica despuntará con un color rojo teja, más apagado, frente al amarillo pajizo, pálido de un blanco joven.
Además, un buen vino debe gozar de un balance adecuado entre taninos, alcohol, acidez y dulzura. Que ninguno destaque frente a otro, además de responder a la longitud que se espera de él. Es decir, como signo de calidad, tiene que permanecer en boca el tiempo adecuado, para que no dé una primera impresión potente y luego apagarse rápidamente.
Conforme se va consumiendo ha de desplegar distintos sabores y aromas. Ir evolucionando en su consumo, lejos de un vino plano. Y, al contrario de cierta creencia popular, que tenga posos no es manifiesto de mala calidad: puede llegar a ser más una virtud que un intento de engaño.
Pero, sobre todo, un gran caldo goza de ciertas particularidades que ayudan en su reconocimiento. Además de la certificación que supone la Denominación de Origen que le distingue (como es el caso de Rioja), destaca el aspecto que le imprime cada etapa de su elaboración. Se irá reimprimiendo de aromas frutales, a tabaco (típico de la madera), vainilla, notas herbáceas y especias que marcarán firmemente el resultado de la bodega.
Pero lo que nunca se debe aceptar, y que indica claramente que la perfección brilla por su ausencia, es un sabor avinagrado. Denota que es malo, que se han cometido errores en su elaboración o que se ha contaminado durante su conservación. Faltas que dejan en el paladar cierto regustillo a fruta pasada, a corcho o un exceso de acidez que se convierten en claros indicadores de que lo que está bebiendo no es lo que debiera ser.
La clave es el equilibrio. Proporción y armonía en sus sabores, aromas y, por supuesto, en sus componentes. Aunque, al final, el deleite del consumidor es el que manda. El mejor es el más que gusta, pero la calidad no es subjetiva.
Fuente: https://www.carlosserres.com/como-distinguir-un-buen-vino/